Era de noche y llovía. Adoro escuchar la lluvia desde la cama. Es una invitación a dormirme y desconectar de lo humano por unas horas, pero ese día... ese día era diferente.
El insomnio se me clavaba como las espinas de una rosa haciéndome sangrar. Sentía esa presión debajo del pecho que venía siempre después de un acontecimiento conectado a la vulnerabilidad. De hecho, me sentía vulnerable. Como una mascota perdida que espera inmóvil a que la rescaten. Era un castigo merecido, impuesto solo por mí mismo.
Que injusticia. La lluvia no conseguía que me durmiera esta vez. Sabía que la vulnerabilidad volvería al despertar, pero me consolaba pensar que durante unas horas no sentiría miedo, ni confusión, ni angustia, ni frustración. Me esperaba una dulce nada, una negra, dulce y apacible nada.
Y cuando la presión estaba siendo insoportable desapareció, y desaparecí yo, pero no sentí el vacío de no sentir nada. No era consciente de ello. Quise alargarlo pero no pude. Me desperté, y la presión me dio los buenos días, y mientras me ataba el lastre que arrastraría todo el día pensé en la noche, y en la lluvia y en la dulce nada, pero esta vez no me sentí consolado. Y me asusté mucho. Algo en mi interior hizo que la idea de una recompensa mayor se pasara por mi cabeza.
¿Nadie piensa en la dulce nada cuando se despierta? ¿Como puede ser? Es la sensación más agradable y apacible que he sentido en meses. Me puse la máscara y el abrigo y desee volver a verla pronto, desee abrazarla mientras dormía, desee que estuviera conmigo. Cuando estábamos solos no tenía miedo, ni me sentía vulnerable, ni angustiado, solo la sentía a ella. NADA.
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